Se abren los ojos y no se logran
descongestionar las intenciones de las pupilas. Los rincones rehúyen las
miradas perdidas, les incomoda ser partícipes del desenfoque. La llave sigue en
el suelo, el efecto perecedero de su eco
se destiñe con el paso del tiempo.
El edredón se acurruca en el suelo y comparte
el sueño con la siesta que expiró hace semana y media. El colchón raspa la
mejilla, la etiqueta y sus puntadas descolocadas. La costura interrumpe el
sueño.
El sol no molesta aún. Da lo mismo.
Las alas del mosquito estorban el estado de
rectificación y no se logra detallar una lógica con cabo y rabo. Se intenta
borrar el tachón con un manotazo, pero el mosquito es hábil y sus cualidades
evasivas evitan un inminente avasallamiento. A esta altura el marco científico
pierde consistencia y se consigue una absoluta omisión existencial. El continuo
desfase con el roce de cada sonido impide razonar. No se debe razonar.
Retorna el zumbido testarudo y ahora la
hipótesis es una galleta de soda en el lavaplatos.
¿Hace frío? No se sabe. Se jala la cobija y los
pies confirman que, efectivamente, hace frío. Los pies continúan reclamando,
pero las muñecas exigen. En un intento de adecuar la proporción de la necesidad
a las dimensiones de la cobija, se recogen las piernas y se cambia de lado. Pero
la cobija se queja y estrangula inmediatamente. ¿Estrangula?
Abraza. ¿Abraza?
No se sabe. ¿Hay diferencia?
Pero sólo
porque no hay ojos limpios para razonar.
De igual manera, sus pliegues se afanan en dejar un mapa en la piel.
El proceso se repite a lo largo de la noche,
semana tras semana, y la llave sigue en el suelo. La claridad en los ojos se
demora y la lección se aprende a las patadas.
El reloj despertador es cómplice del olvido. Y no es conveniente, se sabe, pero el mínimo
anuncio de su recuerdo es atiborrado por una continua negación de moralejas por memorizar.
Las moralejas que tampoco saben razonar.